SOLEMNIDAD DE CRISTO REY DEL UNIVERSO

Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Del evangelio según san Lucas.
    En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Palabra del Señor
    Celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo, la Iglesia nos invita a contemplar un misterio que contrasta profundamente con la lógica del mundo: el reinado de Jesús no se funda en la fuerza, el poder o la imposición, sino en el amor, el servicio y la entrega total de sí mismo.
    Nos encontramos con un Rey que no domina, sino que sirve, como podemos ver en el Evangelio, Jesús reina desde un trono inesperado: la cruz.
    Ahí está coronado, sí, pero con espinas. Está entronizado, sí, pero entre dos malhechores. Desde esa aparente derrota, Jesús revela la verdadera naturaleza de su realeza:no vino a ser servido, sino a servir;no vino a imponer su voluntad, sino a ofrecer misericordia;no vino a salvarse a sí mismo, sino a salvarnos a nosotros.
    El buen ladrón, al decir: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”, reconoce que aquel crucificado es un Rey diferente, un Rey cuyo poder no destruye sino que salva.
    En el evangelio de hoy nos topamos con un  Reino que ya está entre nosotros, el Reino de Cristo no es una utopía lejana. Es un Reino que ya crece en nuestro mundo cada vez que hacemos vida las Bienaventuranzas. Ese es el Reino que Jesús inauguró. Él no gobierna desde palacios, sino desde los corazones que se abren a su gracia.
    Hoy somos interpelados comos aquellos que lo miran en la cruz y nos interrogamos, ¿a quién dejamos reinar en nuestra vida?¿Quién reina realmente en mi vida? A veces dejamos que ocupen ese lugar otras “coronas” falsas: el egoísmo, el consumismo, la vanidad, el resentimiento, el miedo. Pero ninguna de esas fuerzas trae paz. Sólo cuando Cristo reina en nosotros hay verdadera libertad, gozo y sentido.
    San Pablo nos recuerda que Cristo nos ha hecho “herederos del Reino”. No somos súbditos temerosos, sino hijos amados llamados a compartir la gloria de su Reino. 
    Hoy, al terminar el año litúrgico, la Iglesia nos invita a mirar a Jesús, nuestro Rey, y a decirle con el corazón: “Señor, reina en mi vida, en mi familia, en mi trabajo, en mi comunidad. Haz de mí un instrumento de tu paz y de tu Reino.”

XXXIII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO. CICLO C

 


Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Del evangelio según san Lucas.
En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida».
Ellos le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo:
«Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: "Yo soy", o bien: "Está llegando el tiempo"; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».
Entonces les decía:
«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes.
Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio.
Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Palabra del Señor.

    La lectura de este domingo manifiesta que nos estamos acercando al final del tiempo litúrgico. El domingo próximo celebraremos la Solemnidad de Cristo Rey. Las lecturas giran en torno al fin de los tiempos, la esperanza en medio de la tribulación y la fidelidad perseverante.

    El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús frente al templo de Jerusalén. Era un edificio majestuoso, símbolo del orgullo religioso del pueblo. Sin embargo, Jesús anuncia: “No quedará piedra sobre piedra.” Con estas palabras, el Señor nos recuerda que nada en este mundo es eterno, ni los templos, ni las obras humanas, ni los sistemas que creemos firmes. Todo pasa. Solo Dios permanece.

    Pero Jesús no pronuncia estas palabras para asustarnos, sino para liberarnos del miedo. Él nos enseña a vivir con confianza, aun cuando todo parece desmoronarse. Habla de guerras, terremotos, persecuciones… situaciones que también hoy nos resultan familiares: crisis, violencia, incertidumbre. Y sin embargo, Jesús nos dice: “No tengáis miedo… ni un cabello de vuestra cabeza se perderá.”

    Esa es la clave de la fe cristiana: la perseverancia confiada. No se trata de huir del mundo ni de quedarnos paralizados por el temor, sino de perseverar en el bien, de mantenernos firmes en la fe, haciendo el bien incluso cuando los demás pierden la esperanza.

    San Pablo, en la segunda lectura, nos habla de algo muy concreto: el trabajo cotidiano. Algunos en Tesalónica pensaban que el fin del mundo estaba tan cerca que ya no valía la pena trabajar. Pablo los corrige: el cristiano no se desentiende de la realidad, sino que trabaja, se esfuerza, colabora, construye. La espera del Señor no nos aparta de la vida, sino que nos compromete más en ella.

    Finalmente, el profeta Malaquías nos promete que, para los que temen al Señor, “brillará el sol de justicia”. Esa es nuestra esperanza: no un final trágico, sino una aurora de salvación. El fin del mundo no es destrucción, sino nuevo comienzo en Cristo.

DEDICACION DE LA BASILICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

           
Hablaba del templo de su cuerpo.

Del evangelio según san Juan.
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito:
«El celo de tu casa me devora».
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
«¿Qué signos nos muestras para obrar así?».
Jesús contestó:
«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».
Los judíos replicaron:
«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús. Palabra del Señor.

    Hoy celebramos el día de la Dedicación de la basílica de san Juan de Letrán, la catedral o la cátedra del obispo de Roma que es el Papa. 

    San Juan nos dice que Jesús sube a Jerusalén para la Pascua. Al entrar en el templo, encuentra vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Y entonces, hace un látigo de cuerdas, los expulsa, derriba las mesas, y proclama con fuerza:«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». 

    Estas palabras son un grito del alma de Jesús. Él no puede aceptar que la casa del Padre, el lugar de la oración, se haya transformado en un espacio de comercio, de intereses, de ruido. El templo debía ser el signo de la presencia de Dios, un lugar de encuentro, de adoración, de silencio sagrado. Pero se había convertido en algo muy distinto.

    El gesto de Jesús no es simplemente un acto de indignación: es una señal profética. Juan nos dice que los discípulos recordaron después las palabras del salmo: “El celo por tu casa me consume”.

    Ese “celo” es amor ardiente, pasión pura por Dios. Jesús muestra que nada puede ocupar el lugar del Padre. Todo lo que contamina, todo lo que banaliza lo sagrado, debe ser expulsado. Su gesto anuncia una nueva forma de culto: ya no será en un edificio de piedra, sino en su propio cuerpo, que será destruido y resucitado.

    Jesús proclama “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Con estas palabras, Jesús revela que Él mismo es el nuevo templo, el lugar donde Dios y el hombre se encuentran para siempre. Ya no se trata de ir a Jerusalén, sino de entrar en comunión con Cristo, el verdadero Santuario de Dios.

    Desde la resurrección y el envío del Espíritu Santo nosotros nos convertimos en Templo de Dios como nos dice el apóstol Pablo en su carta a los Corintios "vosotros sois templo del Espíritu Santo".

    Si Jesús purifica el templo de Jerusalén, también quiere purificar el templo de nuestra alma. Porque, a veces, nuestro corazón se convierte en un mercado: lleno de ruido, de apegos, de intereses, de cosas que ocupan el lugar de Dios.

    Quizá el Señor hoy quiera entrar en nosotros, con firmeza y ternura, para volcar nuestras “mesas”, para limpiar lo que nos aparta de Él, para devolvernos la paz interior y la autenticidad de la fe. Su acción no es violencia, sino misericordia que libera. Nos quita lo que nos hace daño para devolvernos la alegría de ser casa viva de Dios.