«Bienaventurados los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos,
porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia,
porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Palabra del Señor.
Hoy celebramos una de las fiestas más hermosas del calendario litúrgico: la solemnidad de Todos los Santos. No solo recordamos a los santos canonizados, cuyas imágenes vemos en nuestros templos, sino también a tantos hombres y mujeres sencillos que vivieron con fidelidad el Evangelio y ahora gozan de la presencia de Dios, aunque sus nombres no estén escritos en los libros.
Esta fiesta nos recuerda nuestra vocación universal a la santidad. No es una llamada reservada a unos pocos escogidos, sino la meta de todo bautizado. En el Apocalipsis escuchábamos la visión de una multitud inmensa, de toda raza, lengua y nación, que alababa a Dios. Esa multitud somos también nosotros, peregrinos en la tierra, caminando hacia el cielo.
El evangelio de hoy, con las Bienaventuranzas, nos da el retrato del santo. No se trata de personas perfectas ni de héroes inalcanzables, sino de quienes han vivido el amor en lo cotidiano:
-
Los pobres de espíritu, que no ponen su seguridad en el dinero.
-
Los mansos, que eligen la paz en lugar de la violencia.
-
Los que lloran, pero confían en la consolación de Dios.
-
Los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa del bien.
En ellos se manifiesta el rostro de Cristo, el Santo de los santos. Ser santo no es otra cosa que dejar que Jesús viva en nosotros, que su Espíritu transforme nuestras actitudes, nuestros gestos y nuestras decisiones.
Hoy, al mirar a tantos santos —famosos o anónimos—, podemos preguntarnos: ¿A qué me llama Dios hoy para vivir mi propia santidad?. Tal vez no sea haciendo cosas extraordinarias, sino siendo fiel en lo pequeño: amando en casa, siendo justo en el trabajo, sirviendo con alegría, perdonando de corazón.
Que esta fiesta nos llene de esperanza. Los santos no son una elite, sino nuestros hermanos mayores, que nos animan desde el cielo y nos dicen: ¡Sí se puede vivir el Evangelio! Con su ayuda y la gracia de Dios, también nosotros llegaremos a compartir la gloria eterna.
