La
celebración del JUEVES SANTO tiene para la iglesia una importancia enorme pues
en ella se celebra la institución de lo que es el corazón de la iglesia: LA
EUCARISTÍA; también se celebra la institución del sacramento del PERDÓN y el del ORDEN juntamente con el MANDATO que
Jesús da como distintivo para todos aquellos que quieran seguirlo, es por eso
que de siempre se ha dicho que es un día que tiene luz propia y brilla como el
sol.
Para
Jesús el momento fue también cumbre y lo expresa explícitamente: AHe
deseado ardientemente celebrar este momento.
Jesús
siente que ha cumplido la misión que le ha dado el Padre y éste es el momento
en que va a concluir todo su proyecto: APadre,
te he glorificado en la tierra cumpliendo lo que me habías encargado...
he manifestado tu nombre a los que me diste apartándolos del mundo... los he
guardado en tu nombre... les he dado tu mensaje... ahora no me queda más,
Padre, ha llegado la hora: da gloria a tu Hijo...
(Jn. 17)
Lo
que allí ocurrió aquella noche fue algo de unas dimensiones inauditas que los
discípulos no alcanzaban a calibrar.
Mientras
Jesús estaba viviendo una cosa ellos estaban en otra orbita, completamente
distinta.
Quiero dejarle la voz a mi amigo Miguel Ángel Colmenero para que sea él
quien nos dé en el día de hoy la
catequesis que ya dio el día 22 de
Febrero del 2013 a sus amigos cofrades de LA SANTA CENA de Jaén, sobre el ambiente
que envolvió el momento cumbre de la
Cena del Señor.
Ambientación de la primera
Eucaristía
“La
luna de ese día 13 del mes de Nisán, redonda y silenciosa apareció pronto en el cielo de
Jerusalén. Cuando el sol se escondía, los trece llegaron en pequeños grupos de
dos o tres para no levantar sospechas. Cruzaron el angosto patio de la casa de
Marcos y subieron por una escalera de piedra hasta la planta de arriba. Venían
de Betania, donde tuvieron que esconderse unos días antes al saber que habían
puesto precio a la cabeza de Jesús por haberse enfrentado a todo el Sanedrín en
las mismas escaleras del templo.
Nada
más llegar, ayudaron a María, a la Magdalena y a la mujer de Marcos a
prepararlo todo.
Como
estaba oscuro, el dueño de la casa encendió las siete mechas de dos candelabros
rituales y los puso en el centro de aquella reunión. Fueron trayendo de la
cocina las jarras de vino, las tortas redondas de pan ázimo, los cuencos con la
salsa picante y los cacharros grandes de ensalada.
Para
empezar a cenar, se colocaron todos alrededor de la mesa apoyados en su bastón
y con el pie derecho levantado como si estuvieran prestos a emprender un largo
viaje.
Jesús
bendijo los alimentos que iban a recibir con las palabras que José, su padre,
le había enseñado cuando era un muchacho en Nazaret y después de rezar el
primer Salmo, brindaron por primera vez.
Justo
después, María Magdalena trajo de la cocina una gran fuente con el cordero
recién asado. En ese momento alguien cayó en la cuenta de que no se habían
purificado y, como estaba mandado, esa era la forma de dar la máxima solemnidad
a la cena de Pascua.
Cuando
Jesús apareció con un cacharro de agua y una toalla y se disponía a lavarle los
pies a los presentes todos empezaron a reírse, pero su gesto se fue tornando en
asombro al ver que aquello no era una broma. Lavar los pies en la casa era
misión de los esclavos o los criados, y cuando no los había, de las mujeres. Su
gesto no fue nada solemne ni rígido.
Simplemente
le nació así. No intentaba demostrar que era humilde. Él lo era.
Después
de purificarse, comenzaron a comer el cordero, a mojar el pan ázimo, y a
levantar las jarras llenas de vino en el nombre de Yahvé.
Todo
eran risas y alegrías, pero Jesús estaba serio, su rostro no era el de alguien
que celebraba una fiesta. Juan le había dicho un poco antes y al oído que, el
martes, unos amigos habían visto a Judas salir de la casa del Jefe de los
Guardias del Templo. Cuando Pedro se dirigió a él para preguntarle que le
pasaba, Jesús los dejó a todos fríos diciéndoles que aquella era la última vez
que iban a comer juntos.
En
aquella sala, la fiesta se tornó en un silencio sobrecogedor, roto solo por la tos de Judas, que casi
se atraganta con el vino, cuando se dio cuenta de que el Maestro ya conocía la
traición. A partir de ese momento ya nada fue normal.
Los
apóstoles se preguntaban unos a otros que había querido decir Jesús, lo
interpelaban para que les explicara aquello que había dicho y Judas solo ponía
excusas para intentar marcharse de aquella cena. Si había habido traición, los
apóstoles querían saber quién fue. Preguntaban a Jesús, se cuestionaban unos a
otros y entre todas las conversaciones, la voz de Pedro sobresalió gritándole a
Cristo que él nunca lo traicionaría, que nunca lo dejaría solo. Otra vez se
hizo el silencio y Jesús respondió a Pedro que, no sólo uno lo abandonaría esa
noche, sino que todos, incluso él, le fallarían antes de que cantara el gallo
en la mañana del viernes.
Todos
se quedaron callados cuestionándose interiormente lo que su Maestro les acababa de decir.
Jesús continuó hablando y dejando en el corazón de los Apóstoles, las que iban
a ser sus últimas palabras. Mientras, Juan, las grababa a fuego en su memoria
para luego trasladar a las generaciones venideras, por escrito, esa larga y
entrañable sobremesa. En esos momentos se sitúa el mandamiento nuevo, cuyo
cumplimiento será la señal distintiva del cristiano: “que os améis unos a otros
como yo os he amado”.
Jesús
repetía una y otra vez que tenían que permanecer unidos. En una de esas veces
puso como ejemplo los granos de trigo que se aprietan y se unen para formar el
pan. En ese momento, y con lágrimas en los ojos tomó de la mesa una torta de
pan ázimo, y mirando el pan dorado y crujiente que su madre había amasado para
él, puso su suerte en manos de Dios y su vida en aquel pan.
Después,
lo dio a comer a todos pidiéndoles que se acordaran de él cada vez que se
reunieran a compartirlo, pidiéndonos que nos acordáramos de él cada vez que nos
reunamos a compartirlo.
Luego
agarró con mano firme una tinaja y llenó con ella el cáliz que tenía delante. Se levantó de la
mesa y con él Juan, muy nervioso y sobrecogido por la situación. Jesús, con la
voz rota, pero segura a la vez dijo: “Este es el cáliz de la Nueva Alianza, la cual se va a sellar
con mi Sangre, que será derramada por vosotros y por toda la
humanidad”.
Esas
palabras resonaron como un tambor en las paredes del viejo cenáculo y los doce,
elegidos entre los elegidos, entendieron definitivamente que el final estaba
muy cerca.
Parece
que el tiempo se detuvo en aquel instante. Juan, el discípulo amado, como lo llamó Jesús,
abrazado a él como no queriendo creerse lo que acababa de escuchar. Pedro,
con su fuerte carácter y su temperamento, se tocaba el pecho con su mano
derecha, porque el corazón se le quería salir, a la vez que elevaba su mano
izquierda a Jesús para preguntarle por qué. Judas Tadeo clavaba sus ojos en el
rostro del Maestro con la boca entreabierta sin terminar tampoco de asimilar lo
que estaba pasando.
Santiago,
el hombre piadoso de los doce, giraba su cabeza intentando encontrar respuestas
en sus compañeros, pero sus ojos encontraban a un Andrés ausente, con la mirada
perdida pero con el dolor plasmado en su rostro.
Junto
a él, Santiago el Menor, apoyado en la mesa y contemplando a Jesús con gesto de
preocupación pero con la mansedumbre que ponía en todas sus acciones. Al otro
lado, Bartolomé mira también fijamente a Cristo.
Sabe
que llega el final mientras su mente se traslada a muchos momentos vividos con
él en estos últimos años. A su derecha Mateo se muestra pensativo,
preguntándose si esa determinación con la que optó por seguir a Cristo habría
valido la pena.
Al
fondo de la mesa, Felipe y Simón Zelote, conocidos por su paciencia y
templanza, se miraban hallando ahora respuesta a la actitud inquieta de Judas
durante toda la cena, a la vez que se aguantaban las ganas de agarrarlo para no
dejarlo marchar. Junto a Felipe, Tomás, cuya bondad, no evitaba que frunciera
el ceño observando a un Judas Iscariote que ya no podía más. Su conciencia no
le permitía mirar a la cara a Jesús. No había probado bocado desde que Él
anunció la traición y quería salir corriendo de allí. Se disponía a levantarse
y abandonar aquel cenáculo para terminar lo que había empezado unos días antes.
Ese
instante, detenido en el tiempo para nosotros, supuso la institución de la
Nueva Alianza de Dios con los Hombres. Este fue el inicio de los misterios de
la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, pero fue también,
desde mi punto de vista, el principio de la más grande e importante crisis de
fe de la historia, la de los Apóstoles.
Aquellos
que habían depositado toda su confianza en Jesús, que confesaban su fe en el
Hijo de Dios vivo, tenían que aceptar que el Mesías no sería el Mesías del
triunfo, del poder o del éxito, sino el de la persecución hasta la muerte".
Es
muy probable que los discípulos no
entendieran nada de lo que allí ocurrió ni de lo que Jesús les decía (Jn.
16,17-19); ellos andaban con sus corazones apegados todavía a muchas cosas, a
muchas esperanzas que les impedían ver el reino del que hablaba Jesús y que ya
ha eclosionado entre ellos.
Poco
a poco lo irán viendo y tendrán que definirse a favor o en contra, porque desde
ahora ya no caben medias tintas: o se ponen en su bando o en el contrario. Por
parte de Jesús la decisión está tomada y este es el momento solemne, la firma
del Nuevo y definitivo Pacto ya está sellada. Ya no volverá a ocurrir algo
igual hasta la venida definitiva del Hijo del Hombre cuando venga a juzgar a
los hombres.
Jesús
va a dejar establecido el nuevo eje sobre el que han de girar de ahora en
adelante la humanidad entera: la EUCARISTÍA.
No
se trata de algo que dependa de los hombres, no. Se trata de SU COMPROMISO, de
SU PROPUESTA, SU OBRA: Él ha cumplido su misión, ha sido testigo vivo del Dios
-Amor, y se ha entregado hasta los límites más increíbles.
Cristo
agota el significante:
nadie ha podido expresar con tanta fuerza y profundidad lo que significa el
AMOR.
Él ha cambiado por entero los esquemas: El
AMOR es entrega, donación, al ser querido; es fundirse con el ser que se ama,
ser su fuerza, su vida... y Jesús se hace PAN y VINO, alimento y fuerza,
alegría, entusiasmo para vivir. Se parte y se reparte sin condiciones, sin
límites..., se da sin pedir nada a cambio, se deja comer para fundirse en la
carne del otro haciéndose carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre; se
hace alegría para los otros, vida para los otros...
Hemos
de notar que Jesús no nos come a nosotros, para que pasemos a ser SU carne, no
nos posee, sino que se deja poseer.
Es
el grado máximo de la encarnación; es la Alianza suprema de Dios con el hombre.
Es en este momento cuando establece también su mandato: "Esto
os mando, que os améis unos a otros como yo os he amado"
Y ese amor no es algo que se queda en palabras, en declaraciones de
principios... sino en una realidad vital: coge la palangana y se pone como el
esclavo de todos, y lo deja como encargo expreso:
ASi
yo, que soy el Señor y el Maestro les he lavado los pies, también ustedes deben
lavarse los pies unos a otros; les he dado un ejemplo para que ustedes hagan lo
mismo que yo he hecho con ustedes
(Jn. 13,14-15)
Junto
al gran sacramento de la Eucaristía, los instituye a ellos como signos del amor
hecho servicio que acoge, limpia y realiza lo mismo que Él hizo.
Aquella
primera Eucaristía no estaba supeditada a que ellos estuviesen o no dispuestos;
de hecho no lo estaban, ni entendían lo que Jesús les estaba regalando.
Aquella
tarde el ambiente que había en el cenáculo era tremendo, como hemos visto: uno
de ellos lo había traicionado y lo iba a entregar, otro lo negaría y todos
desaparecerían sin ser capaces de dar la cara por Él.
Jesús
mismo se siente tremendamente triste
solo y defraudado con ellos. Sin embargo, a pesar de todo, Él deja el gran regalo y,
cuando pide adhesión a lo que está haciendo, el mismo Pedro se escandaliza y
protesta: ¡No entendía nada! (Jn. 13,6)
La
Eucaristía, signo máximo del amor de Dios, está por encima de nosotros, hasta
el punto que sigue siendo el signo máximo, a pesar de que el que la preside sea
el más despreciable de todos los pecadores. La misma cosa ocurrirá con el
Perdón; es que son cosas que dependen directamente de Dios y no del hombre, Él
ha querido dejarlas como el gran regalo.
El
otro gran signo que se instituye junto a la Eucaristía y en consonancia con
ella es el PERDÓN, expresión también suprema del amor, que perdona y acoge y se
deja perdonar y acoger para establecer la reconciliación y la paz.
"Cada
vez que hagáis esto, hacedlo en memoria mía".
No se trata de un recuerdo de algo que ocurrió y quedó para la historia, sino
de algo que el apóstol vuelve a repetir en su nombre; es una realidad que se
repite con toda su fuerza de entrega y salvación; es que es algo de Dios y no
del hombre. Al hombre solo le queda aceptarlo o despreciarlo, aquí no hay
condiciones.